viernes, 28 de diciembre de 2007

ARAL, EL NAUFRAGIO DE UN MAR




Texto: Marc Morte

Fotos: Elena Senao/Marc Morte

“Lo recuerdo perfectamente, aquí mismo fue donde mi padre me enseño a nadar”, me explica Zharas señalando a un impreciso lugar delante nuestro. Miro siguiendo la dirección que me indica: el viento sopla a través de una estepa infinita barriendo la arena y la sal que se extienden hasta donde alcanza la vista rodeando la antigua ciudad pesquera de Moynak; enormes barcos varados son lentamente devorados por las arenas de este nuevo desierto, donde antes resplandecían las cristalinas aguas del Mar de Aral, donde Zharas aprendió a nadar en su infancia.

Hace apenas cuatro décadas el Mar de Aral era la cuarta superficie de agua dulce en la tierra, un enorme lago encerrado en las legendarias tierras de Asia Central, alimentado por el Amu-Darya y el Syr-Darya, los antiguos Oxus y Jaxartes. Sus orillas, antes apenas habitadas, habían sido colonizadas lentamente desde la conquista rusa en el siglo XIX tanto por kazajos y karakalpakos oriundos del lugar, como por pioneros rusos y cosacos provenientes de la lejana Madre Rusia. La zona gozaba de uno de los mejores climas de Asia Central; el mar actuaba como un regulador del clima, templando los fríos vientos provenientes de Siberia que recorren las estepas y refrescando los calurosos veranos.

En los primeros años de la URSS, Lenin reclamó todo el esfuerzo posible de los pescadores del Mar de Aral para salvar a Ucrania y la Rusia europea de una hambruna que azotaba a la población. Se enviaron ingentes cantidades de pesca que salvaron miles de vidas. En la sala de espera de la estación de ferrocarril de Aralsk (Kazajstán), un mosaico conmemora este episodio que demostraba el triunfo del comunismo y el amor entre los pueblos, cuando una inocente URSS daba sus primeros pasos y aún no se había convertido en la despiadada máquina que devoraría a sus propios hijos.

Todo este bucólico escenario llegó a su fin con la decisión tomada en los despachos del Kremlin en la década de los cincuenta, de convertir las desérticas tierras de Asia Central en un inmenso campo de algodón que alimentara la cada vez más hambrienta industria textil de la Rusia europea. El experimento soviético iniciaba una nueva prueba, la del control absoluto de la naturaleza. Miles de personas emprendieron faraónicos trabajos y excavaron cientos de canales que extraían el agua del Amu-Darya, el Syr-Darya, y sus afluentes, para ser transportada a cientos de kilómetros de distancia a través de desiertos, oasis y estepas. El algodón, un cultivo de regadío intensivo, demandaba cada vez más agua, y mientras nuevos canales surgían de la nada, los ríos fueron perdiendo su cauce mientras los campos de algodón se multiplicaban y las antes desérticas tierras pasaban a ser un vergel.

Los efectos de estas decisiones no tardaron en dejarse sentir. A principios de la década de los sesenta la orilla del mar inició su retirada, para consternación de los habitantes que veían como el mar de su niñez desaparecía en el horizonte. Pero a pesar de la disminución del volumen de pesca la riqueza fluía a la región gracias a los inmensos cultivos de algodón y a las subvenciones provenientes de Moscú. Se intentaron mantener canales abiertos hasta la orilla para continuar con la pesca mientras la tierra iba tomando el inequívoco color blanco de la sal, pero a principios de los ochenta los habitantes tuvieron que darse por vencidos y la pesca se detuvo definitivamente.

¿Fue la decisión de secar el Mar de Aral premeditada? ¿Sabían los tecnócratas soviéticos los efectos medioambientales y humanitarios que conllevaría el desangramiento de los ríos? Se cree que la desecación del mar estaba prevista, pero lo que no se tuvo en cuenta fueron las consecuencias de este desastre medioambiental: un brusco cambio climático con inviernos más fríos, veranos más cálidos, y la presencia periódica de tormentas de arena; la desaparición de todas las especies autóctonas de peces, y de gran parte de los mamíferos y aves que antes poblaban este rico ecosistema; la salinización del antiguo lecho del mar y de las tierras donde se había plantado algodón, pero por encima de todo un drama humano de dimensiones catastróficas.

Toda este tragedia, que permaneció celosamente escondida por las autoridades soviéticas, explotó junto al sueño comunista. Los subsidios que sostenían la zona se secaron junto al Mar de Aral y los problemas para unos lugares no preparados para la independencia emergieron como lo habían hecho antes las sales del subsuelo.

Hoy el Mar de Aral es una sombra de lo que fuera, en apenas cuarenta años ha perdido el 60% de su área y el 80% de su volumen. En 1990 el Mar de Aral se dividió en dos, creando el Gran Mar de Aral al sur y el Pequeño Mar de Aral al norte, y se espera que en los próximos años el Gran Mar de Aral se divida a su vez en un mar del este y uno del oeste. Aunque la respuesta de los expertos del Servicio Hidro-Meteorológico de Uzbekistán es clara: “nadie lo sabe”, muchos creen que hacia el 2015 el Gran Mar de Aral habrá desaparecido, convertido en una serie de pequeños cuerpos de agua salada alimentados por la lluvia, aguas subterráneas y la ocasional llegada de agua del Amu-Darya.

El panorama es desolador en Aralsk, una pobre y polvorienta ciudad, antaño el segundo puerto del Mar de Aral, y hoy a cincuenta kilómetros de la orilla, donde las instalaciones portuarias permanecen congeladas en el tiempo. Enormes grúas de fauces abiertas esperan indolentes la llegada de nuevas capturas mientras los barcos varados son objetos de juego para los niños de la ciudad. Mientras caminamos por entre las ruinas soviéticas, Azamat, un chico kazajo de veinte años, me explica su vida: “Yo ya no pude ver el mar bañando la ciudad. Cuando nací el mar ya se había retirado, pero mis padres y mi abuela siempre hablan de ellos”. Llegamos frente a un barco donde un grupo de niños juega al escondite, desconocedores de que ese pedazo de metal oxidado que para ellos no es más que un objeto de sus juegos, surcara antaño las aguas de un mar. “Yo también jugaba en los barcos con mis amigos cuando era pequeño. Después de que el mar se retirara se reutilizaban los barcos para hacer vagones de tren, por eso ahora no hay tantos, pero tras la caída de la URSS incluso esta industria desapareció. Aquí ya no hay trabajo, no hay nada que hacer. Yo he aprendido inglés y alemán con libros que he comprado en el bazar, y ahora me gustaría aprender español. Espero algún día poder emigrar e ir a trabajar a Estados Unidos o Europa”. Me habla con la mirada perdida, como si supiera lo quimérico de su sueño, pero es lo único que nadie podrá robarle.

La situación es peor al otro lado de la frontera; Moynak, el que fuera el mayor puerto pesquero del Mar de Aral, está hoy situado a ciento cincuenta kilómetros de la actual orilla, en Karakalpakstán, una extraña y mal definida república en el extremo norte de la República de Uzbekistán. Paseando por las fantasmagóricas calles, rodeado de un escenario post-apocalíptico, observo los despojos de un pasado próspero: cines abandonados frente a los que pastan reses, fábricas cerradas que van convirtiéndose en polvo, tiendas con estantes huérfanos de productos, hospitales tercermundistas en un lugar que siempre estuvo orgulloso de su sistema sanitario, un desempleo casi absoluto, casas desmanteladas, y una población que se debate entre huir hacia ninguna parte o refugiarse en los recuerdos de un tiempo mejor en el que no faltaba de nada.

“¿Por qué habéis venido aquí?” nos interpela un hombre de unos sesenta años con la mirada vidriosa, “aquí ya no hay nada que ver, hace años sí, era un lugar precioso, esto era una península y el mar nos rodeaba por todos los lados, pero ahora... Ahora no hay nada”. Sus ojos velados por el alcohol evocan imágenes de un tiempo pasado, perdidas para siempre.

Los pescadores que antes surcaban las aguas en sus embarcaciones ahora deben procurarse la subsistencia en contaminados canales y lagos artificiales donde algunos peces flotan muertos en la superficie. Acompañamos a un grupo de pescadores a primera hora de la mañana a un lago a varios kilómetros de la ciudad a través de barrizales. Son tanto hombres, como niños que aprovechan los fines de semana y los ratos libres para procurar un sustento a la familia; todos van armados con tridentes, redes y sacos. Uno de ellos me explica “Mi padre era pescador, y cuando yo era joven le acompañaba a pescar. Trabajé durante un tiempo en un barco pesquero, pero el agua se alejaba a cada año que pasaba, hasta que hubo un día que tuvimos que rendirnos y limitarnos a pescar en canales y lagos; incluso cuando se retiró el mar, aunque no pudieras salir a pescar, siempre había trabajo, siempre había de todo, pero ahora nuestra única fuente de subsistencia es esto”, me dice señalando el tridente y el saco, “Afortunadamente este año ha llegado el agua, pero hay años en que los canales están secos y apenas llega el agua para beber. ¿Que haremos si el agua no llega el año que viene?” Preguntas lanzadas al aire que las tormentas que azotan periódicamente la ciudad se llevarán para perderse en el desierto.

El territorio que circunda el antiguo lecho del mar y el antaño rico delta del Amu-Darya es ahora un vertedero de residuos químicos salpicado por raquíticos campos de algodón que constituyen la única riqueza de la región, pero incluso esto ahora corre peligro de desaparecer: “Llevo toda mi vida trabajando en los campos de algodón, y a cada año que pasa las plantas son más pequeñas, los campos se reducen. Cuando era joven recogíamos mucho más, pero ahora...”, me explica Nargiza junto con otras compañeras. “Cobramos poco, unos 40 sum (cinco céntimos de euro) por cada kilo de algodón recogido, pero es ya lo único que tenemos aquí, si la producción sigue descendiendo en pocos años no habrá nada”. El algodón trajo mucha riqueza a esta región, pero las tierras ganadas al desierto no estaban preparadas para albergar cultivos tan agresivos y se dio inicio al proceso de salinización de la tierra; las sales escondidas en el subsuelo afloraron y fueron cubriendo la superficie, los cauces secos de los ríos y el antiguo lecho del mar, mezclándose con los restos de fertilizantes, pesticidas y defoliantes usados indiscriminadamente durante décadas en los campos de algodón, y que eran arrastrados hasta el curso bajo del río, creando un caldo tóxico donde ya apenas nada puede cultivarse.

Esta elevada presencia de sustancias contaminantes ha sido la causa del aumento exponencial de enfermedades antes minoritarias que han acabado con la vida de miles de personas. “La situación en toda el área que rodea el antiguo lecho del mar de Aral es grave, pero particularmente en Karakalpakstán”, me explica Anthony Kolb, coordinador de operaciones de Médicos Sin Fronteras en Uzbekistán, “las tormentas de arena arrastran este polvo altamente tóxico que es respirado, comido y bebido por los habitantes. Una de los datos más estremecedores es que el 50% de las muertes están relacionados con causas respiratorias; hay muchos cánceres de esófago, de pulmón,... Pero desgraciadamente las consecuencias de esta arena tóxica son innumerables: asma, alergias, malformaciones, desordenes inmunológicos. Por ejemplo, sólo piensa que Karakalpakstán tiene el mayor índice de mortalidad infantil en todos los antiguos territorios de la URSS, con un 75 por 1.000. Se hicieron estudios en el año 2000 en los alimentos y el agua que bebe la población y se encontraron, además de niveles importantes de pesticidas como el DDT, altos niveles de dioxinas, que se sabe que tienen efectos tales como cánceres y daños en el sistema nervioso y reproductivo”

A todo ello ha venido a sumarse una situación epidémica de tuberculosis, especialmente en Karakalpakstán, que el gobierno de Uzbekistán, con la ayuda de Médicos Sin Fronteras, trata de detener. “La causa principal de este brote de tuberculosis ha sido el aumento de la pobreza tras la desaparición de la URSS y el hundimiento del sistema sanitario”, nos explica Anthony Kolb. “El gobierno de Uzbekistán reconoció hace pocos años la existencia de tuberculosis; muchas vidas se hubieran salvado si se hubieran tomado las medidas necesarias con anterioridad. Al menos tras varios años actuando en la zona hemos conseguido controlar la epidemia y el índice anual de nuevos casos se ha estabilizado; alcanzamos un acuerdo con el Banco alemán KfW que se ha hecho cargo de la financiación de los medicamentos para la tuberculosis, pero el contrato que conseguimos expira a finales del 2005”. “¿Y que sucederá cuando acabe?”, pregunto esperando oír nuevos planes de futuro. No encuentro respuesta, tan sólo una mirada de resignación, un gesto que me explica que entonces deberán buscar nuevas ayudas. Sin los medicamentos necesarios la tuberculosis se convertirá en una pandemia que podría sesgar las vidas de miles de personas.

El dispensario de tuberculosis de Moynak es un lugar desolador. Un par de chicas con la vista perdida están en cuclillas en el patio frente a un pozo que es la única fuente de agua del hospital. Ni siquiera levantan la mirada cuando entramos. Unas cuantas habitaciones lúgubres albergan a unos enfermos que esperan poder salir algún día; pasan el día sentados o estirados en sus camas sin ningún entretenimiento, viendo pasar el tiempo a su alrededor que aquí parece solidificarse. El tratamiento requiere que permanezcan durante tres meses encerrados en este lugar de depresión, en el mejor de los casos, pues como nos explica Aida, la enfermera que nos guía por las dependencias del hospital, “la mortalidad es muy alta. Mucha gente que entra ya no tiene esperanzas de salir con vida de este lugar”. El motivo de esta alta mortalidad están en factores culturales y de educación, “la enfermedad es un estigma, y la gente que lo padece lo intenta esconder hasta que es demasiado tarde, muchos de los que acuden al hospital se hallan en un estado avanzado y ya no se puede hacer nada por ellos”.

En el hospital sólo trabaja un médico, el doctor Raimov, que tiene previsto jubilarse en dos años. “No sabemos si cuando se jubile vendrá alguien, no sabemos nada, nadie nos dice nada”, continua Aida. “Estamos abandonados, yo no cobro desde febrero -estamos en septiembre-, pero las familias me traen algo de arroz, pescado, y así puedo sobrevivir. Al menos tengo trabajo, hay gente que sólo puede pasar el día recordando los viejos tiempos. Pero al menos ahora la situación es mejor, hace unos años no teníamos mascaras, ni medicamentos suficientes, ni siquiera un laboratorio para hacer los análisis”.

El coordinador de MSF ya nos había advertido de la situación laboral del personal sanitario. “Los sueldos de los profesionales médicos son muy bajos y cuando el gobierno tiene problemas económicos ni siquiera los paga: un doctor puede cobrar unos veinte euros al mes y una enfermera diez, en un país en el que, al contrario de África, el coste de vida es relativamente alto. Toda esta crisis ha llevado a que muchos profesionales hayan huido de la zona dejando un déficit de plazas; en Moynak por ejemplo sólo 22 de las 64 plazas están cubiertas. Además, muchas veces la formación del personal médico no es buena o sus conocimientos están obsoletos; hemos tenido que reeducar a médicos y enfermeras e implementar los protocolos internacionales para evitar más contagios y disminuir la mortalidad en los hospitales”

Las cifras del estado hablan de 89 nuevos casos por cada 100.000 habitantes cada año en Karakalpakstan, pero como nos dice Anthony Kolb, “estás cifras son del estado y no son en absoluto fiables, pero son las únicas de que disponemos”, y lo que es peor, un 13% de los nuevos pacientes padecen tuberculosis multiresistente, el porcentaje más alto del mundo. “Una de las causas de este elevado índice es la automedicación; la gente aquí tiene costumbre de ir al bazar a comprar medicinas contra la tuberculosis, las toman un tiempo y cuando se sienten mejor las dejan, lo que ha incrementado la resistencia de las bacterias a los fármacos. Además, muchos enfermos no seguían las indicaciones de los médicos cuando dejaban el hospital, es por ellos que iniciamos un programa llamado DOTS que requiere un seguimiento continuo del enfermo y en el que la medicación es suministrada por el hospital directamente”. La alta incidencia de esta nueva forma de la enfermedad requiere nuevas medicinas de segunda generación de precio elevado que actualmente están siendo probadas por Médicos sin Fronteras en un hospital en las afueras de Nukus.

Es difícil percibir una esperanza entre tanta devastación. Tanto en Kazajstán como en Uzbekistán muchos son los que se han visto obligados a emigrar durante los últimos años, en busca de un presente robado; son una nueva clase de refugiados, los medioambientales. En la conferencia de Ginebra que sostuvieron en 1996 las antiguas repúblicas soviéticas se estimó que el número de gentes desplazadas por el desastre del Mar de Aral durante las décadas ochenta y noventa, habían sido más de cien mil, y se estima que cada año abandonan la región una media de tres mil personas hacia otras regiones más ricas de Uzbekistán o Kazajstán, o a Rusia.

Los sueños de la población de ver de nuevo algún día el mar de su niñez se desvanecieron hace demasiado tiempo. La restauración del Mar de Aral a su nivel originario ha dejado de ser un objetivo para los gobiernos de la región ya que ello supondría la reducción de los campos de algodón y el cambio a nuevos cultivos que requirieran menos agua, pero estas actuaciones tendrían unas consecuencias sociales, políticas y económicas para las que los gobiernos no están preparados, como es el caso de Uzbekistán que sustenta su economía en el preciado oro blanco del cual extrae el 50% de los beneficios en la exportación. Actualmente los esfuerzos están centrados en preservar el delta del Amu-Darya, mejorar el paupérrimo suministro de agua potable y controlar la epidemia de tuberculosis.

Para encontrar un lugar en que la esperanza haya renacido se ha de viajar a Kazajstán, a orillas del Pequeño Mar de Aral, donde a pesar de que los problemas subsisten y el panorama es desolador, el futuro se presenta más diáfano gracias a varias iniciativas promovidas por la UNDP, el Gobierno de Kazajstán y otras ONG extranjeras, pero sobre todo a la construcción de una presa financiada por el Banco Mundial que detendrá el flujo de agua que se pierde en dirección al Gran Mar de Aral.

El ingeniero jefe nos explica que: “los trabajos se iniciaron en agosto y se prolongarán durante dos años y un tercero de pruebas. Está previsto que la presa tenga doce kilómetros de longitud y nueve de ancho, y detenga así el agua que se pierde para acabarse evaporando en el Gran Mar de Aral”. Anteriormente, los habitantes de la pequeña población de Karatere habían construido una rudimentaria presa que permitió que el mar se acercara de nuevo, pero la presa fue destruida por las tormentas de arena y el agua volvió a retroceder.

En las cercanías de Tastiobek se encuentra la actual orilla del mar. Pequeñas barcas de fibra de vidrio esperan al invierno cuando los pescadores volverán a su tarea, durante la cual vivirán en tiendas y barracas hasta que finalice la temporada de pesca. La promotora de la reactivación de la industria pesquera ha sido la ONG danesa/kazaja Aral Tenizi. Zhannat Makhambetova nos cuenta como inició todo: “Empezamos nuestro proyecto en 1994, con el objetivo de enseñar la pesca de bajío y traer el equipo para este tipo de industria pesquera. Tras la desaparición de las especies autóctonas debido a la salinidad del agua, en 1979 las autoridades soviéticas introdujeron nuevas especies que podían vivir en el nuevo entorno, sobre todo peces planos como el Kambala Glossa que se adaptaban a esta agua; pero los pescadores de la zona, acostumbrados a especies que habitan en la superficie, ni sabían nada sobre la pesca de bajío ni tenían el material necesario. Desde 1994 hemos promovido intercambios, en los que pescadores de la región fueron a Dinamarca para aprender como utilizar métodos de pesca apropiados, se ha impulsado la creación de cooperativas, se ha invertido en nuevos equipamientos, y así paso a paso hasta aumentar el número de toneladas capturadas cada año”. El retorno del mar a muchas de estas poblaciones puede suponer el espaldarazo definitivo para devolver la confianza a la población. “La gente está muy animada, por primera vez en muchos años ven el futuro con optimismo. Si la industria pesquera sigue prosperando como lo ha ido haciendo, y además se mejora el suministro de agua potable se reducirán muchas de las enfermedades que padece la población”.

En Moynak, y en toda la provincia de Karakalpakstán el futuro es descorazonador, con un mar condenado a desaparecer, una grave situación sanitaria y los cultivos de algodón descendiendo a cada año que pasa. Esta falta de esperanzas se refleja en los ojos de los habitantes, teñidos de tristeza y melancolía; sólo una acción conjunta del Gobierno de Uzbekistán y la comunidad internacional, con importantes inversiones en la zona enmarcadas en un programa a largo plazo de desarrollo sostenible, podrán revertir la situación y devolver la esperanza a una población desheredada.

En la región del Mar de Aral en Kazajstán se otea el horizonte en busca de un mar que volverá para ser de nuevo acompañado por las risas de los niños nadando y los gritos de los pescadores partiendo en busca de capturas. Como nos decía Azamat con una tímida sonrisa cuando hablábamos sobre la nueva presa con una tímida sonrisa: “Quizá dentro de diez años veré el mar bañando la ciudad, tal y como lo vieron mis padres y mis abuelos, y podré aprender finalmente a nadar”.

(Publicado en el Pais Semanal en 2004)

1 comentario:

Anónimo dijo...

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