domingo, 24 de febrero de 2008

NAGORNO KARABAGH, HISTORIAS DESDE EL JARDÍN NEGRO

Texto: Marc Morte
Fotos: Elena Senao/Marc Morte

"Desde lo alto del minarete de una de las antiguas mezquitas de Shusha observo el paisaje que se extiende a mis pies: una ciudad devastada, víctima de los estragos de la guerra; de su cuerpo corroído sobresalen antiguas casas de piedra blanca que lloran por su aciago destino, rodeadas de bloques de edificios soviéticos ennegrecidos, en su mayor parte vacíos, todo absorbido por un doloroso silencio. A mis espaldas oigo la voz de Alex que murmura: “Aquí está el resultado de esta guerra, esto es lo que hemos conseguido, una tierra destruida y un país sin futuro. Ojalá pudiéramos volver al pasado y empezar de nuevo...”.

Situado en el tumultuoso Cáucaso, la región de Nagorno Karabagh, que traducido significa el Jardín Negro Montañoso, sigue estancada en una situación de “no-paz, no-guerra” que se ha perpetuado durante los últimos diez años, tras el alto al fuego firmado por Armenia y Azerbaiyán el 12 de mayo de 1994. El inicio de la crisis se fecha en 1988, cuando un grupo de armenios de la región autónoma de Nagorno Karabagh, por aquel entonces dentro de república soviética de Azerbaiyán, se manifestaron en Stepanakert, la capital de Karabagh, pidiendo la unificación con Armenia. Este pequeño paso fue el primero en un largo camino hacia el conflicto armado, que atravesó por estadios intermedios de violencia, incidentes aislados, matanzas a gran escala, hasta llegar finalmente a la guerra que ganaría Armenia, gracias principalmente al apoyo de Rusia en forma de armas y munición, y que dejaría para la posteridad uno de los mayores éxodos de refugiados de la historia de la humanidad. Desde entonces el conflicto ha permanecido estancado, sin llegarse a ningún acuerdo de paz. Ambos gobiernos no parecen dispuestos a ceder un ápice, y los países que conforman el Grupo de Minsk, encargados de presentar un plan de paz viable, siguen sin encontrar el camino que lleve a una paz definitiva.

Vugar, el responsable de la ACNUR en Azerbaiyán nos cita en la sede de Bakú para explicarnos la situación actual de los refugiados de la guerra de Karabagh. “Hay aproximadamente un millón, de los que unos 200.000 provienen de Armenia, y el resto, de los territorios ocupados circundantes a Karabagh; afortunadamente las condiciones han mejorado, en parte gracias a que el gobierno ha tomado conciencia de que debe hacerse cargo de la situación. Bastantes refugiados han sido recolocados en casas de nueva construcción, pero aún quedan muchos que malviven en campos de refugiados o en antiguas instalaciones como hoteles, escuelas o edificios a medio construir. El problema que tiene ahora el gobierno es que ha pasado de ser actual y las llamadas reclamando ayuda a la comunidad internacional ya no sirven. Es verdad que el gobierno está empleando parte del dinero del petróleo en la ayuda a los refugiados, pero sigue siendo necesario la ayuda internacional”. Aunque el asentamiento de los refugiados parezca una claudicación definitiva y la definitiva aceptación de la derrota, la realidad dista mucho de esta idea. “Si preguntas a cualquier miembro del gobierno te dirá que es sólo una situación eventual, que se ha hecho para mejorar las condiciones de vida hasta que puedan volver a los territorios ocupados”. Cuando le pregunto por la resolución de este conflicto se echa hacia atrás y emite un hondo suspiro. “Es muy difícil, todo sigue igual. Kocharian y Aliyev padre tuvieron muchos encuentros, siempre se hablaba de que el acuerdo estaba cercano pero nunca se resolvió. De los tres últimos planes de paz propuestos por el Grupo de Minsk, dos los rechazó Armenia y uno Azerbaiyán. Ahora veremos que sucede con el nuevo presidente, el hijo de Aliyev, pero en todo caso se tiene que llegar a la paz, está situación no puede continuar eternamente o la guerra volverá a estallar; la gente tiene el recuerdo muy vivo, siguen esperando volver sin importarles las dificultades que supondrá, y no aceptarán un no por respuesta”.

A la mañana siguiente un vehículo de la ACNUR nos recoge y recorre los suburbios de la parte norte de la ciudad. Fuad, un hombre de unos sesenta años, miembro de la ONG Hayat de ayuda a los refugiados, nos acompaña. Las calles de los suburbios están mal asfaltadas cuando lo están, e innumerables bloques decadentes de viviendas rodeados de desperdicios se pierden en el horizonte. Nos detenemos frente a unas barracas y un bloque de hormigón sin techo y sin cristales en las ventanas que intenta asemejarse a un edificio. Una gallinas corretean buscando algo que picotear a los pies de dos herrumbrosas grúas que se alzan orgullosas junto al edificio. “Es un dormitorio estudiantil inacabado de la época soviética –nos explica Fuad mientras nos dirigimos a la entrada-. Aquí viven aproximadamente doscientas personas sin agua y gas y con un suministro errático de electricidad. Las casas no tienen lavabo, ni ducha, deben ir a una letrina y limpiarse en barreños, y lo peor es que muchas familias llevan viviendo aquí casi diez años”. Varias mujeres y niños nos miran por los orificios dejados por el hormigón y no tardan en salir al patio frontal.

Javair es la primera que nos invita a entrar en su apartamento. Está bajo el nivel de tierra y consta de una simple y húmeda habitación de poco más de diez metros cuadrados donde viven ella, su marido, y sus tres hijos que nos miran con una tímida sonrisa. “Nosotros vivíamos en Jebrail, en el pueblo de Chalablar. Allí éramos granjeros, teníamos unos pocos animales y un pequeño huerto, pero tuvimos que escapar cuando vimos aparecer al ejército armenio y a los tanques saliendo del bosque. Escapamos entre los disparos que silbaban a nuestro alrededor, yo llevando a mi niña que entonces sólo tenía un año.” Cuando le pregunto si se pudieron llevar algo con ellos me mira sorprendida y se ríe con tristeza. “Sólo pude coger a mi hija y escapar”. Su marido no está, se pasa el día buscando trabajo de cualquier cosa. La mención del retorno le enciende los ojos. “Estoy segura que volveremos, aquí no podemos continuar eternamente, sólo queremos volver.”

Subimos por la escalera de hormigón para adentrarnos en el interior del edificio. No hay barandilla y por las paredes cubiertas de humedad serpentean cables eléctricos con las conexiones desnudas que acostumbran a explotar cuando llueve y el agua se cuela por la parte superior y las ventanas donde tuvo que haber cristales. Llegamos a una habitación si cabe más pequeña que la anterior dónde también viven cinco personas. Amina nos recibe amablemente y nos ofrece un té mientras nos explica su historia con melancolía, incapaz de escapar a los recuerdos del pasado. “Nosotros vivíamos en el pueblo de Merjanle, en la región de Jebrail. En aquel tiempo mi hijo mayor tenía seis meses y escapamos con lo puesto. Primero estuvimos en los campos de refugiados de Sabirabad. Nos vinimos aquí para tratar de encontrar algún trabajo y para escapar de la malaria que se extendía por el campo.” En este tiempo varias mujeres han entrado en la pequeña habitación y se han sentado alrededor de la mesa. Cuando les pregunto si creen que algún día volverán a sus lugares de origen el grito afirmativo es unánime. Les intento explicar las dificultades que supondría: sin agua, ni electricidad, pueblos destruidos, minas,... No sirve para nada, me miran con incredulidad como si todos estos problemas no fueran más que pequeñeces. “Eso no importa –dice una mujer- ¿Acaso aquí mi vida es mejor? No tenemos nada. Allí teníamos la naturaleza, campos, los niños iban a recoger la fruta directamente de los árboles...”. Menciono al odiado enemigo pero me encuentro con palabras de comprensión “Vivíamos en paz –me responde una gruesa mujer-. El pueblo de al lado era armenio y venían a comprar a nuestro pueblo. Antes no había problemas, había amistad. Mi padre y Lucas eran muy amigos. Lucas invitó a mi padre a Yerevan y mi padre a él a nuestra casa. Los armenios también sufrieron. El culpable fue el gobierno armenio; no es posible organizar una guerra de este calibre entre la gente, se necesita un gobierno para prepararla. ¡Ellos fueron los culpables!”

Una mujer me mira con timidez y me pregunta si yo podría tratar de saber el paradero de un familiar que desapareció durante la guerra y del que no han vuelto a saber nada. Miro azorado a Fuad y casi sin pensarlo respondo que lo intentaré pero que es casi imposible que podamos encontrarlo. “Es un primo mío. La última vez que lo vi fue en el pueblo de Abdurahmanli, cuando los armenios atacaron el pueblo. Tenía 22 años, y desde entonces no hemos sabido nada de él”. Los ojos se le han humedecido y en sus iris parece reflejarse la imagen del familiar perdido.

Las mujeres nos invitan a sus pisos, nos muestran techos cargados de humedad, goteras que parecen cascadas, pequeñas habitaciones en las que viven hacinadas cinco o seis personas. En el último piso, una anciana yace enferma bajo unas mantas y pregunta al cielo. “¿Cuándo podré volver a mi tierra? Yo quiero morir allá, pero no me dejan volver.”

Tras un corto trayecto llegamos a la pequeña escuela de refugiados. Sale a recibirnos el director, Arif, un sonriente hombre de piel atezada, también él refugiado de la región de Jebrail donde trabajaba como profesor. La escuela consta de un patio de tierra con unos raquíticos árboles donde hay un container plateado que actúa como oficina para los profesores, y un par de edificios pequeños de una sola planta. Arif nos explica orgulloso las características de su escuela: “La escuela fue construida por las mismas familias ante la ausencia de ayudas por parte del gobierno, y Hayat rehabilitó dos de las siete clases, las destinadas a los más pequeños. El gobierno sólo colabora con los libros, que son gratuitos. Pero lo más importante sigue siento la propia comunidad, una asociación de padres y profesores que contribuyen al funcionamiento de la escuela”. En cada clase a la que entramos los niños y niñas se levantan y nos saludan en inglés. Sus sonrisas son diáfanas, exentas de la melancolía de sus padres y hermanos mayores. La mayoría de ellos nacieron en Bakú. Jamás vieron la tierra de sus padres, las verdes y montañosas regiones sustituidas por los desérticos campos de refugiados.

Azerbaiyán está repleta de refugiados, en hoteles, escuelas, edificios a medio construir o como los que nos dirigimos a ver, aún en los mismos campos de refugiados creados durante la guerra de Karabagh. El coche circula a toda velocidad a través de un paisaje yermo por una carretera repleta de socavones. Sabina, de la Federación Internacional de la Cruz y la Media Luna Roja, nos pone en antecedentes y nos explica la situación. “A pesar de que algunos campos han sido ya desmantelados y los refugiados asentados en nuevos edificios, aún quedan varios campos y los problemas subsisten para los que han sido ya asentados. En los campos se trata de promover la educación, los proyectos agrícolas para que las familias puedan subsistir por si mismas; el gobierno sólo da entre cinco y diez dólares al mes en concepto de pensión, a las viudas con niños se les da dos dólares por niño. Es difícil por no decir imposible vivir con este dinero... Antes éramos nosotros quien les dábamos la comida, pero ahora el gobierno se ha hecho cargo de todo ello”.

Una vez en Sabirabad nos reciben los responsables del campo y nos explican el cuidado que se pone principalmente en la población infantil y los jóvenes. “Los niños que no saben nada o no vivieron la guerra se les explica el porqué están en campos de refugiados; los que por aquel entonces tenían ocho o nueve años pasaron un proceso de rehabilitación psicológica, presentándoles otra visión de la vida. Cuando llegaron los profesores les pidieron que dibujaran lo que quisieran...” Me muestran varios dibujos colgados en la pared. Son estremecedores. ¿Qué nivel de sufrimiento tiene que haber padecido un niño para pintar escenas tan macabras? Balas, sangre, tanques, cabezas cortadas, trazos simples de un niño que explican mejor que mil fotografías el horror de la guerra. “... pero con el tiempo la guerra fue quedando en un segundo plano y los dibujos ya mostraban flores, animales o familias felices. Jamás se les ha intentado inculcar el odio hacia Armenia, se trata sobre todo de explicarles que la guerra es mala para todos. Ellos son nuestro futuro y su corazón no puede estar cargado de odio o los problemas del pasado se repetirán.”

A pocos kilómetros de la ciudad se levanta el campo C1, una ciudad de chabolas, techos de Uralita y casas valladas con juncos. Todo está rodeado de una tierra yerma, polvorienta, un desierto muy diferente a las boscosas montañas de donde provienen los refugiados. Aquí viven unas 8.000 personas que durante cuatro o cinco años vivieron en tiendas de campaña, esperando el ansiado retorno, pero que tuvieron que hacerse a la idea de que pasarían mucho más tiempo del esperado y edificaron precarias construcciones para tratar de llevar una vida más digna. Lo primero que nos muestran son dos pequeño edificios donde la gente joven puede aprender una profesión. En el primero un grupo de chicas trabajan con vetustas maquinas de coser, bajo la atenta mirada de la profesora, también ella una refugiada. En la otra, una chica sentada frente a un espejo es peinada y maquillada con sorprendente pericia por otras tres chicas.

Los responsables del campo nos invitan a visitar la casa de una familia que nos recibe amablemente. La pequeña chabola consta de una sola habitación donde cuelga un póster del oleoducto Bakú-Tbilisi-Ceyhan, junto a fotos de otras caras famosas como la reina de Inglaterra. “Aquí vivimos ocho personas; la casa esta en muy malas condiciones, tenemos miedo de que se nos caiga encima –me dice Ali enseñándome evidentes grietas y como se mueve el techo al tocar cualquier pared-. Pero no tenemos dinero para repararla”.

La chabola de Shahla es peor si cabe. En una habitación en la que apenas cabe una cama viven ella, su marido y sus seis hijos; en otra habitación adjunta yace su suegra con una enfermedad hepática. “El único problema no es la ausencia de espacio –me explica Sabina-, el aire corrupto de un hogar como este hace que los niños desarrollen problemas pulmonares, y muchos de ellos cuando tengan diecisiete o dieciocho años tendrán asma y otras enfermedades respiratorias”. Las casas se suceden y las familias nos explican sus problemas: letrinas situadas demasiado lejos, el clima desértico, habitaciones que en invierno son neveras y hornos en verano, las enfermedades,... pero siempre la esperanza de volver algún día a su tierra, una chispa en los ojos que se resiste a apagarse tras diez años en una atestada sala de espera. En las polvorientas calles se ve un continuo movimiento: chicas que van a recoger agua en las fuentes que hay esparcidas por el campo, ancianas que lavan la ropa, niños que juegan despreocupadamente, hombres sentados dentro de un contenedor jugando entre risas al dominó, pero sobre todo una hospitalidad que ni el odio ni la guerra han conseguido borrar del corazón de estas gentes.

Una amable familia nos invita a tomar té en su casa. El hogar, tan pequeño y triste como otros, está muy bien cuidado e incluso hay un raquítico huerto en el patio. Valih es un hombre de baja estatura y unos soñadores ojos verdes. A pesar de su pobreza viste pulcro y con cierta elegancia. Valih es de la región de Jebrail, donde era profesor en una escuela técnica. Los recuerdos de lo que sucedió siguen muy vívidos en su memoria, “Los armenios cerraron todas las carreteras para que no pudiéramos escapar y atacaron el pueblo. Mientras escapábamos nos disparaban. Muchas familias murieron. Niños, mujeres, ancianos, no importaba, disparaban sin compasión. Tuvimos que huir a través del río Araz, donde mucha gente murió ahogada al intentar cruzarlo. Una vez en Irán nos dijeron que no podíamos quedarnos y tuvimos que volver a Azerbaiyán. Los armenios mataron a mi cuñado y a mi suegro –me dice señalando un par de fotografías en blanco y negro que presiden la pequeña sala-. Nuestro pueblo quedó destruido y nuestra casa también. Ahora Chahanli ya no existe, nadie vive allí”. La anciana madre de Valih nos mira sonriendo, tiene unos penetrantes ojos azules que parecen tener grabados todos y cada uno de los recuerdos de un pasado robado, extirpado por la absurdidad. “Antes de la guerra había buena relación con los armenios –continua Valih-, pero el conflicto no fue cosa de un día, fue un proceso que duró años. Los azeríes les dimos tierras, ellos se hicieron ricos y entonces pidieron nuestra tierra, pero si Rusia no les hubiera ayudado habrían sido derrotados. Rusia, como no les dimos el petróleo, quisieron dinamitar nuestro país, mientras los americanos nos apoyan a nosotros por su interés en el petróleo. Somos víctimas de la política...” musita Valih en una frase que podría resumir todo el conflicto.

Todos se ponen a hablar, quejándose de los armenios, sólo la madre de Valih, sentada y con la mirada perdida permanece en silencio, sumida en algún lugar del pasado, en algún lugar que difícilmente volverá a ver. Cuando pregunto a Valih por el retorno su gesto abatido cambia, “Claro que queremos volver, es nuestra tierra, quizá no habrá condiciones para vivir, o habrá minas, no importa, volveremos y comenzaremos de nuevo en nuestra tierra, nuestro hogar. Los azeríes somos muy pacientes, confiamos en nuestro presidente, él esta haciendo todo lo posible para resolver el conflicto pacíficamente, pero si no se resuelve por esa vía volveremos igual. Si el presidente llega un día que dice que hemos de luchar, yo y mis dos hijos cogeremos las armas e iremos a luchar”. Siento un escalofrío, es algo más que una fanfarronada, es el grito de guerra de un hombre pacífico y educado. El conflicto de Karabagh es una bomba de relojería que si no se resuelve pacíficamente acabará produciendo un nuevo conflicto armado mucho más sangriento por el odio acumulado de diez años de espera.

Al otro lado de una de las fronteras más impermeables del mundo se halla Nagorno Karabagh y los territorios ocupados por tropas armenias, la tierra por la que Valih, Amina y tantos otros sueñan, y en la que nosotros nos internamos a través de una carretera recién construida con el dinero de la diáspora armenia que la une con la madre patria. El paisaje de Karabagh parece no haber cambiado diez años después de la finalización de la guerra: pueblos destruidos, restos de tanques oxidados, cementerios con miles de mártires a los que se sigue rindiendo homenaje, campos minados y una población sin empleo que empieza a dudar del éxito de la contienda. Aunque Nagorno Karabagh se considere a si mismo un país, con su propia bandera, policía, y un visado especial para visitarlo, nada hacer percatarse de que se está saliendo de Armenia para entrar en otro país, una independencia virtual para desvincular a Armenia de responsabilidades y así no someterla a las presiones de la comunidad internacional. Nada más llegar a Lajchin, el primer pueblo fuera de las fronteras de Armenia, se empiezan a ver las secuelas de la destrucción. Tan sólo algunas casas reconstruidas salpican los fantasmagóricos asentamientos que se alzan entre las montañas hasta llegar a la capital.

Stepanakert es el único lugar donde se ha producido un intenso trabajo de reconstrucción y nada hace percatarse de que aquí haya habido una guerra. Mientras paseamos por las desnudas y silenciosas avenidas una mujer se nos acerca extrañada por la presencia de dos extranjeros. Habla un ruso perfecto y tiene unos modales refinados. Tras las primeras preguntas de cortesía me explica su historia. “Yo era de Bakú y vine hace quince años, cuando empezó todo. No me gusta este lugar, no me gusta la gente de aquí, son rudos, desconfiados, además aquí no hay trabajo, no hay cultura, ni teatros, ni cines, nada. Bakú era una ciudad preciosa, y vivíamos en paz, yo trabajaba como traductora y mi marido era ingeniero, teníamos amigos azeríes y armenios y no había ningún problema, pero entonces... empezó todo. No fueron los azeríes de Azerbaiyán los que comenzaron a increparnos, eran los azeríes que habían sido expulsados de Armenia. Lanzaban cócteles molotov a nuestras casas y nos vimos obligados a huir”. Cuando le digo que estuve en Bakú se le encienden los ojos, me pregunta por la ciudad, por su ciudad, ¿cómo está?, ¿os gustó?, ¿visteis el mar?,... Nunca podrá adaptarse a este lugar remoto, tan lejano de la cosmopolita Bakú, de su ciudad, la que se vio obligada a dejar, junto a otros 350.000 armenios que vivían en Azerbaiyán. De vuelta a la casa dónde nos alojamos charlo un rato con Zela mientras selecciona pipas tostadas. Es una mujer viuda de setenta años que vive sola. “Antes había trabajo, fábricas, pero ahora no hay nada, tras la guerra todo quedó destruido. Yo apenas gano 20 euros al mes vendiendo pipas, huevos y algo de ropa, de los que 10 se me van en agua, gas y electricidad. ¿De qué sirvió esta absurda guerra?”.

Susha, la antigua capital azerí de Karabagh, es un lugar fantasmagórico, una ciudad casi totalmente destruida donde aún sigue viviendo gente, muchos de ellos refugiados armenios provenientes de ciudades azeríes. Las calles están jalonadas por ruinas, grandes edificios vacíos, chatarra, viejos tanques, tan sólo la iglesia ha sido reconstruida y brilla con altivez sobre el resto de la ciudad. En la parte baja aún se alzan, en ruinas, dos bellas mezquitas azeríes, con sus altos minaretes aún oteando por encima de la destrucción. Cerca de las mezquitas entablamos conversación con Alex. Pasea con su hija entre las ruinas. Viste con ropas viejas y raídas, y le faltan gran parte de los dientes. “Yo no soy de aquí –me explica con nostalgia-, vivíamos con mi mujer en Fizuli (en los territorios ocupados), pero tuvimos que huir por la guerra y nos asentamos aquí. Allá trabajaba, aquí vivimos de lo poco que nos da el gobierno o de alguna ayuda eventual, no hay trabajo, no hay nada”. Su hija, con un gracioso lazo rosa recogiendo su pelo nos mira con timidez. “Ella nació aquí, y sólo ha visto esto, pero nosotros vivimos tiempos felices en Fizuli, ahora Fizuli no existe, sólo hay soldados armenios, es una gran ciudad destruida, minada, donde ya nadie puede vivir”. Cuando al despedirnos intento darle algo para ayudarlo lo rechaza, a pesar de su pobreza conserva su dignidad, que ni tan siquiera la guerra ha sido capaz de destruir.

Esa misma noche, sentado en un lúgubre café con una triste música rusa de fondo veo pasar ante mis ojos las ruinas de Karabagh, pero sobre todo vienen a mi mente una a una las caras de las víctimas de esta guerra que ni siquiera diez años después ha cicatrizado, una guerra donde todos hablan de la convivencia pacífica entre dos culturas y que llevadas por el poder lucharon a muerte condenándose al odio y a la guerra. Un conflicto enquistado que corre el peligro de explotar de nuevo si no se llega a un acuerdo, y aumentar más aún la inestabilidad de una región de suma importancia geopolítica por sus importantes recursos energéticos. Difícilmente se podrá volver al pasado como deseaba Alex, ya nada volverá a ser como antes.

( Articulo publicado en el dominical del AVUI en 2005)

3 comentarios:

Fernando dijo...

Un gran artículo, describes y cuentas las cosas muy bien. Me apunto tu dirección. Grandes fotos.

Enhorabuena, de verdad.

elenasenao@gmail.com dijo...

Gracias Fernando, el articulo está escrito por Marc Morte, el es el artista escribiendo, las fotos son de ambos :)

Anónimo dijo...

Excelente.
Llegue a este articulo de casualidad, tratando de resolver una duda sobre un texto de geopolitica y recursos energeticos que tenia que leer para la universidad.
Este articulo expresa mejor que cualquier escrito academico la realidad de la guerra, pero ademas da una perspectiva del conflicto politico comprensible y accesible.
Muchas gracias!